domingo, 10 de julio de 2016

Serio estreno de Pedraza: 'in memoriam'

Los toros de Pedraza de Yeltes a su entrada en la Monumental./Foto: Efe
@ivanmirobriga

El previo del cuarto encierro de los presentes sanfermines era un velatorio. Mirar tibiamente a cualquiera de los mozos –los de verdad– minutos antes de enfrentarse a los toros de Pedraza de Yeltes supuso descubrir un rostro desencajado. Se puede decir que roto. Descompuesto, quizá. Los pómulos afilados de la tensión, la tez pálida, los ojos en Babia; como la mente. Todos los sentidos puestos en un rostro y un nombre: Víctor Barrio [torero]: un ángel más desde las 20:25 horas de este fatídico sábado. Y también por las víctimas del Levante y Zamora en pleno festejo popular. Hubo pocas palabras: menos de lo habitual, que normalmente son las estrictamente necesarias. Las que brotaban a cuentagotas en los corrillos hieráticos venían acompañadas de un lamento o un suspiro… Negaciones con la cabeza. Todo giraba en torno al torero caído en Teruel. Pamplona había hecho propia la cornada mortal. No es para menos, junto a dos del encierro se había ido un héroe: vestía de oro. En el recuerdo de esta Pamplona encogida y conmocionada, además, Daniel Jimeno y el toro Capuchino. Siete sanfermines ya…

El cohetazo sonó a una doliente salva: in memoriam, pareció oírse. Y todo lo que sucedió después tuvo su importancia. Los toros avasallaron a los mansos. No dejaron ni un segundo que tomaran la delantera. Brincaron al descubrir bajo sus pies el adoquín; eso les sirvió de impulso a tres de los pupilos de Uranga [Liebrote, Joya y Bello] para hacerse con la manija del encierro. Los primeros mozos de la cuesta de Santo Domingo se apretaron contra el vallado al descubrir al ritmo de locomotoras con el que se les venían encima los torones. Arrollando, literalmente. El mozo que quiso tratar de correr a la distancia inadecuada acabó preso de las amplias testas de los toros de Pedraza de Yeltes. Y después de sus tremendas pezuñas. Cobró una soberana paliza en forma de pisotones. Tras ese lance, Liebrote besó el suelo al lanzarse descaradamente a por otro mozo. Luego, Joya [colorado ojinegro], estrelló contra el adoquín su tremenda osamenta al paso por el Mercado de Santo Domingo. Todo fruto del ímpetu.

Bello se quedó solo al frente del encierro. No por ello la intensidad y la virulencia de la carrera se vieron mermadas. De hecho, nada más coronar la plaza del Ayuntamiento lanzó por los aires a un mozo extranjero tras devorarlo con la misma testuz. Quedó baldado junto al vallado derecho. El tremendo impacto dejó al torón consternado. Le atemperó la velocidad y Joya le dio caza y recuperó la cabeza del encierro. Lo hizo justo antes de llegar a la confluencia de Mercaderes con la Estafeta. La velocidad le mandó derecho contra los maderos que hacen las veces de curva. Y le puso en bandeja a otro mozo inconsciente que se encontraba a medio subir sobre el vallado ciego. El trastazo fue de impresión. Toro y mozo rodaron por los suelos. La configuración del encierro cambió entonces por completo: los bueyes tomaron el mando y los toros avanzaron agrupados y con tranco de AVE por detrás. La carrera tenía ya forma y cuerpo. Era recia. Los toros, que daban la sensación de buques mercantes, tenían tiempo de escrutar lo que sucedía a su alrededor. La prueba fue la de ese Dudalegre [negro] que descolgó la cara a ras de suelo para rebañar al mozo que se encontraba tirado en mitad de la Estafeta. La Telefónica no consiguió tampoco hacerse con la seria carrera de los Pedraza de Yeltes. Liebrote se fijó en el mozo que trataba de plantarse frente a su tremenda testa y no lo perdonó, tal y como siempre sucede. El joven se dio cuenta de que el toro se le abalanzaba sin remedio y trató de esquivar lo que ya era inevitable: que el toro le cogiera. Tuvo suerte. Pues el pitonazo izquierdo le resbaló por la pierna y se estrelló en el escroto sin llegar a desgarrar la carne. La entrada a la plaza fue monumental: la tensión se cortó con un cuchillo. Y los toros cazaron: dos cornadas de una tacada. No perdonaron ni media. La piel de gallina. Un escalofrío en los tendidos.

Entró en el corral de la Monumental Dudalegre tras darse una vuelta al ruedo y la plaza estalló en una atronadora y seca ovación. No venía acompañada del jolgorio habitual. No se celebraba, por tanto, el fin del encierro. Sonaba a tributo por los caídos; o al menos así lo quise entender. Gloria eterna a Víctor Barrio: torero.

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