Artillero, de Cebada, llena sus pitones a placer de mozos. Foto: DN |
Cebada Gago hizo trizas a Pamplona. Regresó, tras tres años en el dique seco, por sus fueros: la leyenda del terror desplegada a lo largo y ancho de los 849 metros del encierro. Desde la misma cuesta de Santo Domingo hasta que el último toro ha entrado en los corrales de la Monumental. Entre medias, casi seis minutos de auténtico pavor propiciados por un encierro con un guion muy de los ’80. Sin cabida en este siglo. Crudo. Duro. Añejo. Los toros fueron dueños y señores de la situación. Controlaron todo. Y no cribaron. Dejaron a la Estafeta sin aire y la barrieron. La derrotaron por KO, se podría decir.
El encierro arrancó tímido. Perezoso. Los toros estrecharon sus corpachones unos contra otros y siguieron el mandato de los bueyes. Con los primeros mozos le cambió el rostro al festejo. Los toros, hoy sí, comenzaron a puntear. Levemente en primera instancia. Y de manera descarada después. Fruto de esos tantarantanes al aire cayó el primer herido. De la forma más común en la Cuesta de Santo Domingo: el cuerpo del atalancado rebota contra la pared y se ensarta en el pitón al paso del animal. Un puntazo. El toro ni lo notó. El mozo, sí. No varió la carrera. Los pupilos de García Cebada pegaditos a los mansos y escaneando crudamente la escena. Artillero [3, colorado] se lanzó en tromba a la altura del Mercado de Santo Domingo. Saltó del grupo y comenzó a girar la cara, casi 90 grados, de izquierda a derecha. Así entró en la plaza del Ayuntamiento. Marcando terreno, sin querer hacer presa. El contraluz cambió el encierro. Lo enrudeció hasta límites impensables e insufribles en los sanfermines actuales: montonera de toros y, a partir de ahí, cornadas a discreción: unas fueron al aire. Otras no. Se levantó quebrantado y herido en el orgullo ese torón chorreado, y con una cara de pavor. Se lanzó contra el primer portal de Mercaderes con toda la violencia que uno pueda imaginar y le propinó una soberana paliza a un mozo. Al lado, Juguetón [negro bragado] repetía la estampa. Los toros se vieron y se tiraron el uno a por el otro. Escaramuza campera. Testuz contra testuz. Afilando, aún más si cabe, los pitones. Y a sus pies, el escarnio.
El encierro, como ya se puede intuir, avanzaba partido. Artillero había continuado con su galope sostenido hasta alcanzar la Estafeta. La atravesó con todas las de la ley. Se abrió en exceso. Se sostribó sobre el vallado que hace las veces de curva y se lanzó a por todas. Los mozos libraron la cornada. El toro besó el suelo fruto del ímpetu con el que había entrado en la Estafeta. Le pasaron como un obus, y por encima –literalemente-, la tropa de bueyes y el cárdeno Bandolero. El toro se recompuso y encontró compañero de carrera: Cantanero. Los dos ganaron metros al trote, y no al galope al que acostumbran los mozos que suelen esperar a los toros en este tramo ya casi final. Todos con los ojos como platos. Gritaron a precaución. Y más cuando intuyeron la que se avecinaba: los tres toros restantes, ya orientados y girándose sobre sus propios pies, dejaron la Estafeta como un solar. Los mozos desertaban de los portales en desbandada. Y no era para menos. Habían visto como Empleado metía los riñones con todo el fondo de armario a su disposición, para colgar en el pitón zurdo a un mozo ya veterano.
Tres toros, sin haber cruzado el umbral físico que parte en dos el encierro, habían dejado ya más que claro que la carrera no es un juego. Si no todo lo contrario. Seriedad. Cruda seriedad. Toro por aquí y toro por allá. Los encontronazos y las peleas entre las propias fieras se sucedían. Ni los mozos ni los pastores sabían qué hacer. Los toros sí. Dominaban la escena. Se arrancaban con virulencia contra los conatos de montanera y la disolvían. Guiñaban el ojo a 100 metros y comenzaban la caza: el ya citado Empleado, por ejemplo, se metió entre ceja y ceja a una moza de origen anglosajón y no la perdonó. La buscó en el escondrijo rojiblanco en el que se había metido y la sacó de allí. Otro mozo, pareja, al parecer, de la presa, trató de evitarlo agarrándose al pitón zurdo. Pero el toro no cejó en su empeño. Para más inri, el tal Artillero sufrió una nueva caída a la altura del ensanche de la Estafeta -confluencia con la calle Espoz y Mina- y deshizo el camino. Buscando la querencia, quizá. Los pocos valientes que quedaban en la trinchera se descompusieron. No era para menos, los bureles habían perpetrado una señora encerrona: toros a izquierda y derecha. Por arriba y por abajo, según se mire.
Como pudieron salieron del entuerto. Y los toros, uno a uno, abandonaron la Estafeta y se adentraron en Telefónica. No cambiaron. Es más, el encierro se agrió si cabe más por momentos. Los desertores de la Estafeta recuperaban aliento reposados sobre el vallado. Pero los toros no habían concedido tregua alguna: los pitones golpeaban contra los maderos en busca de más carne. Los tres toros que aún restaban por ser enchiquerados rebañaron las talanqueras con saña. Propiciaron de nuevo el caos. Un río humano forcejeaba por entrar en la plaza antes que nadie y ponerse al fin a resguardo. Nadie estuvo a salvo hasta que Artillero entro en corrales. El crono rozaba los seis minutos de carrera. Pareció, sin embargo, un mundo. Y era normal, la guerra había sido sin cuartel, hasta el punto de que Cebada Gago había hecho trizas el encierro que gusta en Pamplona en este siglo XXI.
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