Decana, de Jandilla, despatarrado en el callejón de la Monumental./Foto: Efe |
Dos Jandilla acabaron renqueantes, literalmente. Rodaron por los suelos cuando el encierro tocaba a su fin y les costó un mundo recuperar la verticalidad. Los mozos se arremolinaron en torno a los pitones y el rabo en busca de que lo hicieran lo antes posible, pero los pupilos de Domecq no encontraban fuerzas para reincorporarse. Las patas, resentidas tras las tremendas costaladas, no encontraban un punto de apoyo fiable. Maneteaban sin concierto. Medio minuto [o más] le costó continuar carrera.
El encierro no transcurrió por esos cauces. De hecho, los toros de Jandilla gozaron de una soberbia fortaleza de patas: se comían le calle a cada tranco. No diferenciaron por tramos. Un infortunado resbalón en la Telefónica propició que Coquinero y Decana [que así se llamaban las criaturas] estrellaran sus huesos contra el suelo. La carrera arrancó atropellada: los toros se arremolinaron en torno al portón de salida y el castaño Lavandera [herrado a fuego con el número 78] se dio de bruces contra el dintel izquierdo. No lo acusó. La torada avanzó reunida y por libre, no quisieron saber nada de los bueyes. Impedida entró en tromba: como un elefante en una cacharrería. Zigzagueó a lo largo de toda la cuesta de Santo Domingo y lanzó derrotes [secos y duros, como no se habían visto en todos los sanfermines] a diestra y siniestra. Primero se pegó al costado zurdo de la calle y luego se cambió de lado. En su caminó le soltó un pitonazo en el omóplato a un mozo y lo dejó KO. Los dos toros negros de la corrida también hicieron de la suyas en plena ascensión.
En la plaza del Ayuntamiento se escuchó un “sálvese quien pueda”. Las seis fieras hicieron una entrada estelar, todos a la par, pero cada uno por su lado. Unos limpiaron el vallado derecho y los otros el izquierdo. Para más inri, lo hicieron a galope tendido. La emoción, a partir de ese lance, cayó en picada. El contraluz volvió a apelotonar a los seis hermanos de Jandilla. Los esqueletos friccionaban unos contra otros mientras avanzaban derechos hacia la curva de la Estafeta. No hubo ni un traspié: libraron perfecto el obstáculo. Eso sí, se pegaron a la primera fachada que encontraron a su paso, se rearmaron de razones para encarar la segunda mitad del encierro. La tremenda velocidad lo marcó todo. De hecho, la Estafeta pareció Santo Domingo. Los mozos se retiraban sin dudar del centro de la calle, pues los toros eran auténticas locomotoras. El AVE en plena velocidad punta.
Aunque a los mozos se relamían al atisbar en lontananza que los toros se le venían solos [con la compañía de un único manso, para ser más precisos]. Luego se daban de bruces contra la cruda realidad. El ritmo era insoportable. Y, claro, llegaba la frustración… Los toros alcanzaron la Telefónica cuando el reloj no marcaba los dos minutos de festejo. La curva prolongada pero suave que se forma en el último tramo del encierro fue criminal para los toros: los dos ya citados [Coquinero y Decana] acabaron hechos polvo, en ese orden además: la caída del primero propició la del segundo. Y Lavandera –en femenino, tal y como dicta el acta de desembarque de la Policía Foral – se libró por reflejos. El animal pegó un brinco extraordinario y evitó besar el adoquín. Mientras sus hermanos entraban en los corrales, Coquinero luchaba aún por recuperar la verticalidad. Los mozos no se lo pusieron fácil: casi una veintena se le abalanzaron a lo largo de toda su osamenta; y cada uno hacia la guerra por su cuenta. Unos tiraban del pitón diestro; los otros del zurdo. Otro que se vio sobrado de fuerzas se cogió los dos y hacía palanca con los riñones confiando en enderezar al toro. No fue posible, claro. Los mozos restantes se apoyaban en los lomos y le coleaban sin concierto de izquierda a derecha. Al fin el toro se levantó. Emprendió la carrera rápida sin mirarse. Y se lanzó en un esprint final sorprendente, en el que miraba con el rabillo del ojo lo que se dejaba detrás.
Decana [negro mulato, 43] se reincorporó sin la ayuda de nadie en la Telefónica, pero del lance salió renqueante. A los cien metros sufrió una caída más aparatosa aún. Acabó despatarrado encima de una montonera de mozos en el callejón de acceso a la Monumental. También necesitó de ayuda para ponerse en pie. Tenía los huesos molidos. Y fijación por los vuelos de los capotes de los dobladores. Mala combinación. El peón jugaba con las alturas para evitar que el toro besara por tercera vez el suelo. Lo consiguió, no sin esfuerzo.
Que gran post. Yo estuve hace mucho tiempo ya en los encierros, y creo que los ejemplares erán de una ganaderia de reses bravas sevillana, aunque no recuerdo bien, solo recuerdo que eran inmensos de grandes jejeje al principio pase un poco de miedo pero ya después le cogí el gustillo y la verdad que me lo pase muy muy bien.
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