Manirrota, de Fuente Ymbro, salva a un mozo al final de la curva de Mercaderes./Foto: Larrión y Pimoulier-DN |
Fente Ymbro se cascó en su
undécima participación en Pamplona un encierro bizcochón. Puro almíbar. Y para
remate en fila india. Más fácil casi imposible. Y desde el comienzo. No hizo
falta ni que la curva o el contraluz prepararan la montonera o produjeran el
tropezón. Casi por instinto, y tras la melé con los mozos de recibo de Santo
Domingo, los toros de Ricardo Gallardo se pusieron en formación de a uno. Y la
cuesta no lo desaprovechó. Como si estuvieran en Estafeta: espalda al morro y
hacer pantalla, y ya la velocidad y las piernas marcarían cuándo quitarse. Y se
quitaron, no voló nadie. Los toritos, recortaditos, bajitos ellos, con sus
puntas la mayoría hacia adelante, lanzaron leves punteos a su diestra y ya. Se
afligieron y entendieron que lo mejor para su salvaguarda era correr y correr.
Y eso hicieron durante dos minutos y 24 segundos.
El primero en tomar esa decisión
fue el único toro negro del sexteto, Manirrota,
que no le hizo justicia al nombre, por su galopar agalgado. Aprendió su sino en
el encierro pegadito al costado izquierdo de un manso en Santo Domingo y
emprendió aventura en solitario nada más llanear la carrera en la plaza del
Ayuntamiento. Pasó como un rayo por Mercaderes y llegó la curva. La trazó en
diagonal y fue a dar contra el primer portal de la estafeta. Pero no chocó. Ni
siquiera rozó a un, suponemos, mozo mexicano. Ni un rasguño. Echó el freno de
mano, cerró los ojos y bizqueó del diestro para no ver sus 550 kilos empotrados
contra una pared, y con un hombre en medio. Superado el entuerto siguió la
carrera. Los manos comenzaron a azuzarle en los cuartos traseros a modo de
fusta hasta que la mano de otro mozo con todo su corpachón a cuestas se le abalanzaron
sobre el pitón zurdo. Cayó como una mosca. Sus hermanos no, pero todos
tropezaron. Palizón al comienzo de la Estafeta. Se levantó sin ni siquiera
mirar y siguió corriendo.
La mala pata de ese veleto Manirrota, le entregó a dos de los
castaños del encierro, Valdivia y Hostelero, la manija de una carrera que
no iba a cambiar mucho. Unos por otro. Y
por detrás, también lo mismo, eso sí, siempre de uno en uno. Avanzaron sin hacer un
feo, siempre buscando el fin del encierro. Ese tran tran a sus muchos kilómetros
por hora hizo que brotaran las carreras largas, pegadas al pitón, con esa antiestética
forma de controlar al animal levantando la cabeza y mirando el pescuezo del
toro por el rabillo del ojo. También las hubo cortas, y hasta necias. Y otra
vez, ya en Telefónica y el Callejón, el final cruel: manos en los lomos, en los
costados, en el morrillo y también en los pitones. La carrera galopona como
respuesta. En los seis.
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