lunes, 13 de julio de 2015

Garcigrandes saltarines


Pizpito, de Domingo Hernández, trazando la curva seguido de sus hermanos./EFE


Garcigrande ha salido indemne de esta séptima carrera de los 800 obstáculos. Y ese ha sido su gran triunfo. La velocidad como terapia para no afligirse. Los cuatro toros de Domingo Hernández y los dos herrados con el de Garcigrande han desfondado al esprint a la Estafeta. Se puede decir, a tenor de lo visto, que la han dejado sin aire y sin piernas. Y como remate, también sin fuerzas. La pelea de desgaste diaria por sostribarse del pitón del manso que abre el encierro, es tan dura y encarnizada, que se convierte en incompatible con carreras como las de este lunes. Y claro, llegaron las diez mil caídas a los pies de los ágiles garcigrandes, que casi siempre evitaron el tropezón saltando con extrema limpieza. 

Se abrió el portón, y como si los toros hubieran calentando, comenzaron a apretar a los cabestros. De hecho, uno de ellos, Pizpito, ha roto un ya clásico de estos sanfermines: salir todos juntos y por detrás de la tropa de bueyes. El primero en pisar el adoquín. Y solo el citado manso delantero ha evitado que ese negro, con esa cara de pavor sin exageraciones, hubiera roto el encierro. Pasado el Santo, el toro se hizo con la manija de la carrera, y los demás le siguieron. La manada no se resquebrajó. Nunca. Hubo sus entradas y salidas, sus derrotes, pero siempre en actitud coral, nunca en solitario. Ni la caída de Café en la curva de Mercaderes con Estafeta propició un cambio en el guion. Diez metros más adelante sí se delavazó todo.

Pizpito se abrió en la curva pasado de revoluciones, y se vio entre la espada y un mozo. Y como horizonte próximo la montonera. Y allí que acabó. Rodando por los suelos... Se levantó a la misma velocidad a la que cayó y zarandeó entre sus pitonazos al mozo que se resguardaba en el portal. Sin quererlo lo plantó en mitad de la carrera, y con el resto de hermanos pasando a milímetros como verdaderos trenes. El estupor se adueñó de ese primer tramo de la Estafeta. Ese Café que había perdido comba lo aprovechó. A la chita callando, este toro de capa negra y ancho de sientes se ha encargado de poner orden a lo largo y ancho de toda la calle ‘estrella’. Avasallando con su amplia cara y sin contemplaciones. Lo hizo en ese punto, y también en la montonera formada en el ensanche de Espoz y Mina.

El testigo que dejó rodando Pizpito por los suelos, lo recogió ese colorado claro llamado Montanero, del hierro de Domingo Hernández, que lejos de reducir la velocidad de la carrera, la aumentó, y se distanció para completar la mitad exacta de la carrera en solitario. No claudicó a las muchas espaldas, que a diez mil revoluciones menos, pretendían marcarse un 100 pegados al hilo del pitón. Y como no cedió, llegaron las muchas caídas y arrancó la leyenda de los toros saltarines. Hasta cuatro mozos quedaron desvalidos y ante la jurisdicción de sus pezuñas mediada la Estafeta, y los sobrepasó de un brinco. Y sus hermanos, los cinco, a los que ya les sacaba 20 metros de ventaja, también. Hasta Café que en el mismo momento de levantar las manos soltó la cara como un látigo y castigó a todo el que acompañaba su carrera sobre su pitón diestro. Tras ese primero y espectacular salto. Llegaron muchos más en el tramo de la Telefónica, y también en el mismito callejón.




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