Pizpito, de Domingo Hernández, trazando la curva seguido de sus hermanos./EFE |
Garcigrande ha salido indemne de esta séptima carrera de los
800 obstáculos. Y ese ha sido su gran triunfo. La velocidad como terapia para
no afligirse. Los cuatro toros de Domingo Hernández y los dos herrados con el
de Garcigrande han desfondado al esprint a la Estafeta. Se puede decir, a tenor
de lo visto, que la han dejado sin aire y sin piernas. Y como remate, también
sin fuerzas. La pelea de desgaste diaria por sostribarse del pitón del manso que abre el
encierro, es tan dura y encarnizada, que se convierte en incompatible con
carreras como las de este lunes. Y claro, llegaron las diez mil caídas a los
pies de los ágiles garcigrandes, que
casi siempre evitaron el tropezón saltando con extrema limpieza.
Se abrió el portón, y como si los toros hubieran calentando,
comenzaron a apretar a los cabestros. De hecho, uno de ellos, Pizpito, ha roto un ya
clásico de estos sanfermines: salir todos juntos y por detrás de la tropa de bueyes. El primero en pisar el adoquín. Y solo el
citado manso delantero ha evitado que ese negro, con esa cara de pavor sin exageraciones,
hubiera roto el encierro. Pasado el Santo, el toro se hizo con la manija de la carrera, y los demás le siguieron. La manada no se resquebrajó. Nunca. Hubo
sus entradas y salidas, sus derrotes, pero siempre en actitud coral, nunca en
solitario. Ni la caída de Café en la curva de
Mercaderes con Estafeta propició un cambio en el guion. Diez metros más adelante sí se delavazó
todo.
Pizpito se abrió en la curva pasado de revoluciones, y se vio entre
la espada y un mozo. Y como horizonte próximo la montonera. Y allí que acabó.
Rodando por los suelos... Se levantó a la misma velocidad a la que cayó y zarandeó
entre sus pitonazos al mozo que se resguardaba en el portal. Sin quererlo lo
plantó en mitad de la carrera, y con el resto de hermanos pasando a milímetros
como verdaderos trenes. El estupor se adueñó de ese primer tramo de la
Estafeta. Ese Café que había perdido comba lo aprovechó. A la chita callando, este toro de capa negra y ancho
de sientes se ha encargado de poner orden a lo largo y ancho de toda la calle
‘estrella’. Avasallando con su amplia cara y sin contemplaciones. Lo hizo en ese
punto, y también en la montonera formada en el ensanche de Espoz y Mina.
El testigo que dejó rodando Pizpito por los suelos, lo recogió ese
colorado claro llamado Montanero, del hierro de Domingo Hernández, que lejos de
reducir la velocidad de la carrera, la aumentó, y se distanció para completar
la mitad exacta de la carrera en solitario. No claudicó a las muchas espaldas,
que a diez mil revoluciones menos, pretendían marcarse un 100 pegados al hilo
del pitón. Y como no cedió, llegaron las muchas caídas y arrancó la leyenda de
los toros saltarines. Hasta cuatro mozos quedaron desvalidos y ante la
jurisdicción de sus pezuñas mediada la Estafeta, y los sobrepasó de un brinco.
Y sus hermanos, los cinco, a los que ya les sacaba 20 metros de ventaja,
también. Hasta Café que en el mismo momento de levantar las manos soltó la cara
como un látigo y castigó a todo el que acompañaba su carrera sobre su pitón
diestro. Tras ese primero y espectacular salto. Llegaron muchos más en el tramo
de la Telefónica, y también en el mismito callejón.
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