Cerrado, del Conde de la Maza, se estrella contra una montonera de mozos./Reuters |
El Conde de la Maza se ha llevado en su regreso a la Feria
del Toro un soberano palizón. Su cobardía en la Telefónica les costó más que
cara, y eso que los boyancones del Excelentísimo Señor, según reza el glosario
de la Unión de Criadores de Toros de Lidia, le regalaron a Pamplona un encierro
doble con tintes clásicos. Corrieron tres y tres, y partieron los 849 metros de
carrera en dos, con el contraluz de Mercaderes a modo de división natural. Se podría decir
que fueron miureños hasta el
Ayuntamiento y de ahí en adelante todo lo que pasó fue en Dolores Aguirre, por
poner dos de los referentes más claros en la carrera de Iruña. Esta Pamplona globalizada eso no se lo tuvo
en consideración. Ni un ápice de respeto. Golpes y regolpes en lomos, pencas,
testuz y pitones. Como si las peleas por plantarse al hilo del pitón no
acabaran cuando el torón rozaba el hombro o las costillas, según altura. Se
pasó de arrearle el mamporro al compañero de carrera a darle una labra de
espanto a unos torones que pasaban los 600 kilos.
Ese fue el remate de un encierro que se apagó alarmantemente
al minuto de carrera. Cualquiera diría que esos toros, que o bien giraban la
cara cobardones o bien ni se inmutaban cuando sentían apoyarse manos y hasta
periódicos entre ojo y ojo, habían tratado de calcar cualquiera de las mejores
salidas de los venerados Miura: manada desparramada, con los seis soltando la
cara a diestra y siniestra, bamboleando esos corpachones como juncos a
velocidad de crucero, fijándose en casi todo y hasta arrodillándose con fiereza
en la plaza del Ayuntamiento ante el leve toque de atención. Hicieron de todo,
hasta caerse y partir la manada en dos en la misma puerta del Mercado de Santo Domingo. Eso los mató.
A partir de ahí, corrieron tres y luego otros tres, con más
de 20 metros de distancia entre unos a otros. Eso provocó la citada pérdida del
respeto en Telefóncia y el callejón. Y también, aunque menos acusada, en
Estafeta y con algún ramalazo en la osada Mercaderes, que es donde se inició el
declive de la torada. Una caída a plomo en toda regla. Desfondarse tranco a
tranco para pasar del fibroso primer tercio del encierro al fofo final, con la
imagen de ese Cerrado como
bandera. El más estrecho de sientes del encierrón
se lió a empujar con el morro y los pechos, en lugar de con los pitones, y a levantase de
manos con la única intención de huir hacia adelante, tras estrellarse contra
una atemorizada y cosmopolita montonera de mozos que trataba de hacerse
invisible pegada a tablas. Sus riñonazos acabaron por imponerse y dieron al
encierro por claudicado y concluido.
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